lunes, 18 de junio de 2012




La conquista

El chico nadaba y se metía en las profundidades cada vez más. Aguantaba la respiración tanto como podía, era un desafío, tenia que lograrlo, llegar a entender de qué trataba todo eso.

Lejos de tener conciencia de lo que estaba haciendo -nunca se la tiene- se alejaba cada vez más de la superficie. Ya la luz fraccionada por ese océano encima empezaba a volverse oscuridad. Más frío, el temor de no volver jamás. Los brazos de su madre, la idea de su padre, el amor de su familia tan real y asombrosamente letal.

A medida que se sumergía, comprendía en imágenes cruzadas con sentimientos, algún que otro sabor en el paladar, y barquitos de papel navegando en charcos gigantes en un día de lluvia, que su descenso era una búsqueda, y si bien le temía al infierno, quería conocerlo, estrecharle la mano al rey, a su amo, o a quien allí gobernara, y asesinarlo.

No concebía la vida sin el mal, el dolor, la angustia, la desesperación, el llanto, la locura. Formaban parte de la misma aventura. Adorar a dioses paganos, sacrificios que lo llevarían directamente a una condena, porque él mismo los condenaba.

La profundidad se hacía cada vez más intensa, el reloj marcaba que podía continuar, que siempre hay algo más hondo. Pero él esperaba la hora, el momento justo en que se abrieran las puertas y se vieran cara a cara.

El cuchillo atravesándole el corazón era más que una metáfora, era la síntesis de todo lo que había vivido, todo lo que había soñado, de cuánto había amado.

También lo hacia por ella. Su compañera de grado, sentada a su lado todas las mañanas, soñando con besarla y llegar al cielo o más alto, de la mano.

Ocho años lo separaban del vientre de su madre y la sonrisa de su padre, pero eso no le impedía soñar con conquistar el infierno. No era un acto voluntario, Nicolás, simplemente lo hacía.

Ya no se oían los gritos de auxilio y socorro que habían quedado kilómetros arriba, cercano al mundo de los hombres, esa civilización sobre todo terrestre.

Nicolás ya no aguantaba más, los pulmones le iban a estallar, pero ya estaba llegando y eso le daba aire.

Vio una enorme puerta, antigua, extravagante, parecía de madera, similar a la de una iglesia.

El último tramo fue el de las sensaciones más extrañas. Pasó por muchos estados emocionales durante todo el trayecto, sospechaba que era una consecuencia física de lo que estaba haciendo.

Con el cuchillo en la mano, Nicolás se había lanzado, iba decidido, cuando lo viera, lo mataría, y sería una nueva historia titulada quizás “un niño de ocho años ha asesinado al rey de las tinieblas”.

Pero cuando estaba todo dispuesto, algo se apoderó de Nicolás.
Se vio tomándola a Brenda de la mano, abrazándola, corriendo y jugando en los recreos. Los vio a su madre y a su padre sonriendo juntos, y a Nicolás se le escapó un los-amo- con-el-alma, mientras se escapaban las últimas burbujas que lo sostenían.

De repente miró hacia arriba, estaba muy lejos del rispio del que había saltado, era inalcanzable, no había calculado aire para volver.

Nicolás estaba llorando como nunca, pataleando para volver cuanto antes a tierra firme, quería ser mortal nuevamente, ya no quería sufrir por el amor en la escuela, estaba decidido a amarla, a ella y a sus padres, preguntarle si quería ser su novia.

Pero el aire le faltaba, Nicolás comenzó a enloquecer, a perder la cordura, a olvidarse del homicidio, subía y aceleraba como nunca el retorno.

No aguantaba mas, le comenzó a entrar agua por la nariz, y a sangrar. Le gritaba a su madre allá en la tierra.

Hasta que quedo flotando, casi rendido, clavándose el puñal en el pecho, Nicolás, el chico de ocho años que quiso matar al diablo.